Psicóloga, grafóloga y escritora
España
A menudo me pregunto cómo hubiera sido tomarme un café con ella.
Me refiero a Simone de Beauvoir, sí, la misma. Fantaseo con entrar al Café de Flore y encontrármela escribiendo en una mesa, en una esquina, algo retirada, como era frecuente, y que ella está sola, sin Sartre, y me alegro porque es así como quería encontrármela.
Me acerco tímidamente hacia ella con muchas ganas de verla de cerca y sin intenciones de molestar, con unas preguntas en mi cabeza y deseando escuchar las respuestas que emanarán de su boca, en francés.
Le hubiera preguntado por Sartre. Y no es porque quiera hablar de él, pero lo cierto es que parecen inseparables el uno del otro. Me intriga saber si esa unión fue tan fuerte en una mujer como ella; por eso le preguntaría si él fue su gran apoyo y cuánto cree que lo necesitó realmente.
Quisiera saber qué le fascinaba tanto de él, de ese hombre pequeñito que la llamaba «el castor», ya que ella declaró: «Todo el tiempo que pasaba separada de Sartre me pareció tiempo perdido».
Sin embargo, Simone, aunque él te lo propuso, nunca quisiste casarte porque pensabas que «la familia es un nido de perversiones» y «porque amar a un hombre no debe ser el objetivo ni el centro de la vida de la mujer como no lo es para el hombre».
Simone, ¿en qué momento te diste cuenta de que eras una chica rara? ¿Fue cuando tu padre te dijo que tenías el cerebro de un hombre?
Querría saber también qué te pareció Cuba y qué aprendiste en aquel viaje en el que conociste al Che, y si aquello fue ¿un viaje al desencanto?
¿Por qué sentiste la necesidad de escribir a los 48 sobre tu vida, sobre ti misma? ¿Quizás para evitar que ningunas manos manipulasen la realidad de la mujer que eras: una mujer que creó sus propias normas y que no le debía nada a nadie?
Me gustaría ver tu expresión cuando supieras que hace muy poco que se ha despenalizado el aborto en Irlanda. Tú, Simone, que tanto luchaste por su despenalización.
En el Café, la encuentro con la cabeza apoyada en su mano derecha, enfrascada en las hojas que tiene delante posadas en la mesa, concentrada en la revisión de alguno de sus manuscritos y sé que ese es un momento mágico en el que la creadora estaba dando rienda suelta a sus pensamientos. «No», me digo, «no debo interrumpirla».
Y no lo hago. La observo unos instantes más sin que se dé cuenta. La luz de la ventana que tiene justo detrás entra y crea un resplandor áureo a su alrededor y es así como quiero recordarla. Me doy la vuelta y me voy.
Hay muchas mujeres de referencia, pero si elijo a Simone es porque dejó pronto de ser una joven formal para gritar a los cuatro vientos que las mujeres no somos el segundo sexo, que ella no era una mujer rota, y acabó mezclándose entre los mandarines y haciéndose así con el Premio Goncourt en 1954.
Mi deseo es que nos tomemos un café con ella y con mujeres como ella cada día 8, porque no solo hoy, 8 de marzo, debería de ser el Día de la Mujer, si no todos los días.
Quiero establecer este encuentro necesario con ella los días 8 de cada mes para que sea una cita habitual en nuestras agendas, que sea un momento para la reflexión sobre literatura y género.
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