Docente, investigadora, escritora, actriz
Uruguay
En esta oportunidad pongo mi mirada en una escritora uruguaya que ya está silenciada por la muerte, pero que ha empezado desde hace un tiempo a resonar con fuerza: María Inés Silva Vila.
En el prólogo de su libro Felicidad y otras tristezas, editado por Biblioteca Artigas en su Colección de Clásicos Uruguayos, Graciela Franco analiza los cuentos que lo integran de modo global y ubica a María Inés Silva Vila dentro de las invisibilizadas o denostadas. Nombra como detractor principal a Ruben Cotelo, que con su actitud «patriarcalista» se molesta por el mundo representado por la autora.
En cambio, Ángel Rama, Mario Benedetti, Pablo Rocca y Graciela Mántaras han sido quienes consideran que es una autora que no se puede obviar. En ella, lo fantástico ha sido un recurso de representación de un universo feminista. Y cuando decimos «feminista», estaremos haciendo referencia al análisis de la función especular que implica hablar de las mujeres desde un lugar que, como en El mirador de las niñas, por ejemplo, presenta una realidad social en la cual la mujer resulta «más débil, más incompetente y menos perfectible que el varón», como afirma Rosi Braidotti.
En el análisis de sus novelas y cuentos los personajes y figuras aparecen como parte de una mirada atravesada por dicha visibilización de la opresión.
Transcribo a Graciela Franco (prólogo de Felicidad y otras tristezas), porque quiero compartir sus palabras sin mediar:
«La obra de María Inés Silva Vila es breve pero enjundiosa. Sus libros de cuentos encierran quizás la parte más interesante de su narrativa, en cuanto a que vemos en ellos un sesgo más personal, una manera a través de la cual se expresa una personalidad conflictuada, rebelde, donde los temas de la feminidad oprimida, las preguntas metafísicas sobre el sentido de la vida, la presencia obsesiva de la muerte, la justicia divina y el temido más allá están presentes y se contestan en un abanico de posibilidades que , en la mayoría de los casos, apuntan a una dolorosa y pesimista visión del ser humano.»
El mirador de las niñas es un cuento donde desde el principio se vislumbran dos mundos paralelos que conviven en un mismo espacio: el de un padre que tiene con sus amigos algunas acciones secretas y el de las dos mujeres, madre e hija, que obedecen los designios paternos. El comienzo del cuento es una afirmación que hace la narradora-personaje marcando un cierto límite y una consistente ambigüedad. Límite porque sucede algo que la hace afirmar una posibilidad de quietud y ambigüedad, porque es a partir de este hecho que empieza a hablar y se mueve de ese lugar: «Hace cuatro días murió mi padre. Hemos entornado la puerta de calle como se hace en las casas de duelo, tal vez con la esperanza de impedir la pérdida total […] Quiero que las cosas sigan como están; que cada objeto sea al mismo tiempo él y el recuerdo de sí mismo». Y, más adelante: «Yo también, como las cosas, quiero ser al mismo tiempo yo, y el recuerdo de mí misma».
En ese universo de muerte paterna empiezan los recuerdos a resucitar un mundo de fantasmas y la posibilidad de entender por qué su padre se encerraba con los amigos «enlutados», ellos, en silencio, ellas, en silencio.
El recuerdo de su padre en una nube de marfil, en un crisol de silencios permanentes nos hace reflexionar con Judith Butler: «Una de las formas primarias que toma la relación social es la relación lingüística» (Lenguaje, poder e identidad). Ejercer el silencio es ejercer el poder. La ausencia de palabras en la construcción del sujeto opera como «agenciador» de mensajes de no pertenencia. La madre y ella, sumergidas en su mundo femenino, y él y sus amigos, en el mundo de los patriarcas. Silva Vila muestra estos dos mundos reales creando una figura: Angélica. Las niñas y Cazel son personajes que están en el límite entre lo real y lo fantástico. «Mi madre jamás creyó la historia de Angélica. Mi padre murió sin permitirme que se la contara».
El límite entre lo real y lo fantástico entra en el misterio del encuentro con «la mirada del otro» (Simone de Beauvoir). Cuando el personaje ingresa a «la tumba de recuerdos», un cofre le va dando elementos: las cinco muñequitas japonesas, «la pequeña cabeza de Cristo apenas insinuada en la arcilla», el cetro de una reina africana y «los dibujos de Cazel». Este último descubrimiento será fuente de la historia y de los recuerdos. Cazel, uno de los amigos del padre, un pintor, secretamente vino a vivir a la casa y se instaló en el altillo.
«Por ese tiempo mi padre estaba como si lo hubiesen desraizado del todo». Las observaciones del personaje van dejando una estela de aislamiento que comienza con Cazel cuando ya nada le permite socializar, la madre se esconde, él empieza a comer en la cocina. Y llega el descubrimiento: Cazel dibujaba niñas con ojos fijos, «la mirada del otro» (Beauvoir) y en esas bellezas se va adentrando ella, la narradora, poco a poco, hasta llegar a conocerlas «íntimamente». Eran mujeres aniñadas. Las niñas le contaban cosas hasta que una permaneció callada: «Era una niña caída sobre el suelo, con una herida fina y roja en la frente, como la llave de la muerte. Estaba segura, sin embargo, de que se llamaba Angélica».
Cristina Escofet, filósofa, escritora y feminista argentina, maneja el concepto de que las mujeres tenemos una herida, la herida del silencio, de la incomunicación, expresada en la historia, dado que no se nos permitía decir, hablar, contar. Como el padre de la narradora que no le permitió que contara la historia de Angélica.
Se establece un vínculo entre ella y las niñas. La curiosidad de entrar en la abyección. Silva Vila juega, deja entrar lo fantástico. La nueva empleada de ellas queda descrita como una jovencita escapada de las pinturas de Cazel. Y, curiosamente, se llamaba Angélica. El miedo se instala. ¿Y si se convertía en un dibujo? El tiempo se flexibiliza, se estira, va marcando el lineamiento de las voces, del silencio y solo habrá un paso del ser a la pintura.
Universos del silencio. Silencio de la autora que por años fue puesta en la oscuridad, silencio de la hija y de la madre, y silencio de Angélica que puede llegar a ser un fantasma pintado por Cazel.
Hoy nos preguntamos cómo atravesar esos silencios, tanto tiempo amordazados, cómo caminar hacia la resonancia. Leyendo a Silva Vila se nos ilumina el camino.
María Inés Silva Vila
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos
Montevideo, 2011
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