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Foto del escritorEscritoras en Red

Una voz propia

Bailarina, coreógrafa y escritora

Uruguay-Bélgica-Holanda

Fotografía de Fernanda Montoro

Los invito a experimentar esta escena:


«Sara entró a su casa y detrás de la puerta quedó el paisaje: la nieve, la montaña y el viento soplando las ramas de los árboles. Sara dejó caer al suelo el tapado de piel que llevaba puesto. El abrigo cayó con el peso de un animal muerto, y un par de copos de nieve salpicaron la alfombra de la entrada.


“Sea como sea, lo voy a descubrir”, pensó, y se sacó las botas de cuero agitando los pies con frenesí. Subió las escaleras a toda velocidad hasta llegar al tercer piso, entró a su dormitorio y se desplomó sobre una cama de dos plazas. Hundió la cara en la almohada y sintió el pecho agitado. Cuando su respiración se calmó, se levantó y caminó hasta la ventana. Apoyó la cara contra el vidrio frío del ventanal y se quedó mirando el paisaje: el peso de la nieve sobre las ramas de los abetos, los picos blancos recostados contra el cielo azul, un águila en lo alto. Sara no se reconocía en esa belleza que se desplegaba del otro lado de la ventana, ni se encontraba en ninguna parte, desde hacía ya un tiempo. Sintió ganas de llorar, pero apretó los dientes y se contuvo.


Apoyó aún más la frente y la nariz contra el vidrio, empañándolo hasta desdibujar el paisaje. Cerró los ojos y quiso convertirse en un pedazo de hielo. Respiró hondo y se hizo de coraje para abrir el ropero. Revisó con lupa cada uno de sus vestidos. Corrió las perchas con rapidez, una por una, como si pasara las páginas de un libro. El chirrido del metal de las perchas se hacía cada vez más intenso. Hasta que Sara dio con el intruso.


A primera vista lo vio como a un trozo de tela estampada de flores turquesas que no eran para ella. Se acercó un poco más y descubrió un vestido entallado, con un amplio escote bote, una prenda pequeña, donde ella no cabía. Sara era alta, delgada y de espalda ancha. La otra, era mucho más pequeña. Arrancó el vestido de la percha y lo olió. Aquel olor no le pertenecía. “Es de otra piel”, dijo Sara, en voz alta, “de otra vida”.


Sintió un calor que le subía desde la planta de los pies, dejó caer el vestido al suelo y fue a buscar una tijera. Lo despedazó. Y mientras despedazaba aquel vestido, había empezado a transpirar y tenía los músculos de la cara contraídos, como en el parto, como cuando dio a luz a Anne tres meses atrás, su única hija, que apenas nació, murió.


Sara abrió la ventana y tiró los trozos de tela sobre el campo nevado enfrente a su casa. La nieve, que empezaba a derretirse con la primavera, y el barro que sostenía a la nieve por debajo atajaron en silencio la caída del vestido, destrozado.


Sara sacó un violín de abajo de su cama y bajó las escaleras corriendo. Estuvo a punto de caerse. Volvió a ponerse las botas, el tapado de piel, y salió con el violín debajo del brazo. Se dejó caer de rodillas sobre la nieve, enfrente a un abeto plantado en el jardín de su casa, la casa de los Smith, que acababan de perder, estoicamente, una hija. La bella Anne que una vez soñaron.


Sara, con la cabeza inclinada hacia la tierra, como si fuera un rezo, sacó el violín del estuche y se puso a tocar en tempo ligero la Partita de Bach número 3 en mi mayor para violín. Mientras tocaba el violín transpiraba, igual que cuando estuvo desplumando el vestido. El vestido de la otra; una tela, un lugar, donde Sara era una extraña. Sonó el iPhone en el bolsillo del tapado de piel de Sara y se le cayó el arco del violín sobre la nieve. Metió la mano en el bolsillo, sacó el iPhone y vio que era Pierre, su marido. Atendió el teléfono y lo único que Pierre atinó a decirle fue su nombre, Sara, al cual ella respondió: “No me llames más, ya te dije que me morí”, y hundió el móvil en la nieve. Siguió tocando el violín hasta que se le congelaron las manos y sintió en la cara el viento frío, como el filo de una navaja.


Una manta de copos de nieve le fue cubriendo el pelo oscuro, enmarañado, los hombros y la espalda, que se le iban encorvando cada vez más, hasta apoyar el violín sobre el vientre vacío de Sara».


Este es un pasaje del relato El testimonio de Sara, que escribí para un libro aún en gestación.


En este relato, vemos al personaje de Sara, atravesada por el dolor de la pérdida de su hija Anne. Los movimientos corporales y las acciones de Sara nos revelan su estado de desesperación. Y no son palabras, sino imágenes, las que desnudan al personaje en su complejidad.


“Cerró los ojos y quiso convertirse en un pedazo de hielo.”


¿Convertirse en hielo será una forma de evadirse del dolor? ¿Quién es “la otra” que engaña a Sara? ¿Es otra mujer o es la vida misma que la defrauda, al darle y quitarle, al mismo tiempo, la posibilidad de dar a luz?


Una luz que se apaga, al instante de nacer.


¿Y el violín? ¿Es acaso la música el mejor refugio para su dolor?

¿Y Pierre? ¿Qué espacio ocupa en la tierra de Sara? Cuerpo y alma atravesado por las heridas que le causaron el parto y la pérdida de Anne, la hija que no pudo ser.


Quizá sea la música de Bach el mejor consuelo para apalear esa dulce ausencia que se desangra en la nieve.


Un iPhone, una llamada que se ahoga en el frío, en la blancura, en el silencio de la intemperie, ¿es acaso un mensaje que Sara no quiere escuchar?


¿Cuántas líneas subterráneas de múltiples significados se desprenden de cada imagen a la hora de abordarlas? Podrían dispararse miles de asociaciones más, según cada lector.


Esta es la fuerza de la imagen en la literatura. Y no me refiero a una metáfora, ni a ninguna otra figura literaria, sino a una imagen sensorial, cinematográfica, que hipnotice al lector y lo deje al desnudo frente a su frágil condición humana.


Es una arduo camino, pero, cada tanto, da un fruto único y delicioso.


Tengo que empezar por mí, como escritora, desnudando mis heridas en los textos, hincándoles el diente a fondo, despojándome de mis máscaras, para animar al lector a que se sumerja en el devenir de un mundo, como en las profundidades de un mar desconocido.


Sólo buceando en nosotros mismos podemos crear personajes únicos y auténticos que nos levanten un espejo. El estilo narrativo potencia a la historia, creando un mundo literario único, que en lugar de imitar la realidad, la amplifica con la fuerza de un escultor que moldea un trozo de madera o de piedra.


Si en lugar del fragmento del relato El testimonio de Sara, donde nos acabamos de sumergir, hubiera escrito, lisa y llanamente: “Sara llegó a su casa y sintió un profundo dolor por la pérdida de su hija Anne”, mataría al estilo narrativo. Sacrificaría un mundo literario, por mera “información”.


Según mis maestros, Mario Levrero y Fernanda Trías, esta es una de las claves para lograr que un texto hipnotice al lector: el estilo. Un estilo personal que sugiera, con sutileza, lo no “dicho”, creando el subtexto del texto.


La permanente conquista del estilo es una orilla que nunca se termina de abordar.

No se trata de algo estático, sino dinámico, que se va moldeando con el tiempo, con el sudor de cada letra y la experiencia que se forja al andar.


El estilo no es algo que se adquiera como un bien o un billete de lotería. No es algo que se pueda “comprar” en un taller literario. No es un regalo del azar, sino un toque de gracia, que exige transpiración. Antes de parirlo, es necesario gestarlo desde lo más hondo, si es que estamos dispuestos a bucear en nosotros mismos, sacando a luz la oscuridad.


Esta disponibilidad exige de nosotras, escritoras en plena búsqueda, dolor y transpiración, casi al mismo nivel que en un parto. Un dolor que se impregna del placer de la creación hasta alcanzar la luz.


Sin estilo, no hay literatura, me transmitía Mario Levrero. Sin estilo, no hay voz, me transmite Fernanda Trías. Una buena historia, sin estilo, se empobrece. Y una simple historia con estilo se potencia, sugiriéndonos mucho más de lo que está “literalmente” escrito. Como una piedra pequeña, recogida en la orilla del mar, bajo el ojo de una lupa, nos devela distintas capas, poros y rugosidades.


Un estilo dinámico que crece con nosotros nos permite evolucionar en nuestra búsqueda estilística. Quien se repite a sí mismo, se limita en esa búsqueda.


Con la aspiración de crecer en mi propio estilo, hoy me atrevo a abrir una ventana hacia lo que estoy produciendo en este momento. Un libro de relatos que vengo gestando desde el 2018. Sigo transpirando cada letra, cada coma y cada punto del texto que se va forjando como una filigrana.


No escribo sobre nada nuevo. Simplemente me expreso, con una voz propia, y me reafirmo sobre los cimientos que mis maestros me transmitieron.

Sigo afinando la voz, con el sueño de tocar el alma de alguien y despertarla.

 

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