Bailarina, coreógrafa y escritora
Uruguay-Bélgica-Holanda
La lluvia repiquetea contra el paraguas. Cierro los ojos y la caída de las gotas se intensifica aún más. La lluvia teje sus ritmos atravesando la ciudad, mientras los patos se sacuden las plumas y las nubes se deshacen en el aire húmedo de la tarde.
Un barco flota en las aguas del mismo muelle donde siglos atrás pintaba Johannes Vermeer. El agua se repliega en sí misma, empuja a fuerza de viento hojas y ramas, bajo un cielo encapotado. Respiro una pausa antes de volver a casa, después del trabajo.
El tiempo y sus recortes: lecturas recortadas, textos que se van forjando de a momentos cortos e intensos, es el latido de la maternidad. Hijos que crecen con sus padres y no con sus abuelos, ni en manos de empleadas, ni en escuelas de tiempo completo, exigen a sus padres tiempos recortados. Pero le dan vida y profundidad, a cada pliegue del tiempo.
En las culturas de los países del norte, la participación de los abuelos es mínima, y la exigencia sobre madres y padres es máxima: un tiempo exacto para cocinar, porque los niños en invierno se acuestan entre las 19:30 y las 20:00 horas, otro tiempo para ordenar, limpiar, trabajar dentro y fuera de casa. Un tiempo recortado para colaborar con actividades que pide la maestra, para remendar lo que se va rompiendo, para escuchar el latido intenso de cada momento y atender las necesidades de mi hijo, las de mi marido y las mías. Las estaciones van cambiando de temperatura y color a toda prisa.
Los días se suceden con la velocidad de los trenes. Las horas se esfuman entre la escritura, el trabajo y las tareas de ser mamá. Y cada instancia cotidiana se entremezcla con las historias de Fabrizio, cuando llega de la escuela. Las horas de aprender a nadar o de andar en bicicleta o de leer un cuento, también requieren su espacio.
Las noches, a veces, también tienen sus recortes, cuando las pesadillas de las brujas que se comen a los niños despiertan a mi hijo y me levanto de la cama para ir a consolarlo. Su imaginación también pide un espacio durante el día. «Las arañas no quieren que mojemos sus redes», me dice Fabrizio, mientras regamos las plantas de la terraza, «si muchas gotitas cuelgan de sus hilos, se hacen visibles y los mosquitos no caerán en la trampa».
¿Cuál es el espacio para la escritura en medio de tanta intensidad vital?
La escritura es como la tela de la araña; son los hilos que unen en silencio los recortes del tiempo, el presente y el pasado, lo cotidiano y lo onírico. La escritura es la red que sostiene las vivencias y las trasciende a un plano donde lo efímero se vuelve tangible.
La escritura hace de lo cotidiano un momento mágico y lo congela, como una foto.
Recuerdo los primeros meses de vida de Fabrizio. Cuando las horas giraban entre mamaderas, sonajeros y pañales. Una tarde en que mi suegra había venido a cuidarlo, fui a tomar un café con una colega en Róterdam. «Ahora tu vida es esto», me dijo, «girar en torno a tu hijo». Me impresionó. Porque nunca quise girar en torno a nadie, ni en torno a nada. Y mi forma de revelarme fue la escritura, que me brindó el espacio para diferenciarme de las madres que «solo viven para sus hijos».
La escritura es esa voz propia que se manifiesta desde lo más íntimo y rescata mi identidad hasta el día de hoy.
Cuando mi hijo tenía solo tres meses, en lugar de tejer durante sus siestas, escribía, hilvanaba un poema con otro, y me decidí entre el ser o no ser shakespeariano por el ser a través de mis poemas. Iba dejando huellas en silencio, entre el humo de las comidas y los pañales que le cambiaba a Fabrizio cada dos o tres horas por día.
Un tiempo recortado en horas escuetas de escritura que se interrumpe para atender las necesidades cotidianas es un tiempo que exige profundidad y exactitud, es un espacio que deshecha banalidades y evasión. En ese péndulo me balanceo, lo mejor que puedo, como escritora y como madre, haciendo malabarismos. A menudo me tropiezo con mi impaciencia. Pero me levanto y empiezo de nuevo.
Escribir implica también leer. Nutrirme de lecturas y relecturas de escritores, poetas, que me inspiran a seguir este camino. Hay una poeta uruguaya que releo una y otra vez, porque tiene la asombrosa habilidad de conectar lo onírico con lo cotidiano con gran naturalidad, recordándome que las fronteras entre un estado y el otro siempre se desdibujan.
Sentada en un banco, frente al mismo muelle donde siglos atrás pintaba Johannes Vermeer, abro un libro debajo del paraguas.
«Se había encendido una tremenda luna. Mi perro me seguía, blanco, a paso de fantasma. Las palomas silvestres venían a dormir toda la noche. Yo las veía allí, ovaladas, acorazonadas, semejantes a limones extraños, arrullantes.
El perro me siguió hasta el cuarto. La ventana era un hueco en la enorme pared.
La luna puso renegridos los árboles, primero, y después los traspasó, los empapó, los endulzó tanto que los deshizo. La arboleda quedó blanca y leve y voló lejos. Lejísimo surgieron torres tornasoladas, iglesias de azúcar, de niebla» (1)
«Tiempo de diciembre, y no sabía adónde dirigirme. Una enfermedad dulce me ganaba de la cabeza a los pies; y aunque no me atrevía a confesarlo a nadie, sabía que eso no tenía remedio. Alguna vez intenté acercarme a mi madre; pero, ella me tocaba con una mano lejana, y se alejaba.
Había perdido la memoria de mis días. Me sentía tan vieja como la abuela y sabiendo tanto como ella; y a la vez, como un pájaro, sólo con el recuerdo de la última rama y del sol. Tiniebla y luz luchaban, nube y tierra» (2)
Cierro el paraguas y el libro de Marosa.
Se acabó el tiempo de la lluvia, el tiempo recortado de la pausa.
Miro el reloj y es hora de volver a casa.
(1) y (2) Fragmentos del libro, Los papeles salvajes, de Marosa di Giorgio, pág 28. Editado en Montevideo, Uruguay, 1989, Arca Editorial.
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Precioso testimonio. Marosa, entrañable siempre.
¡Qué lindo!!!!!!!