Bailarina, coreógrafa y escritora
Uruguay-Bélgica-Holanda
En las noches de verano, si la luna llena estaba en lo alto, no hacía falta encender las lámparas; allá arriba, suspendida entre el cielo y el mar, parecía un faro en medio de la oscuridad. Su luz llegaba hasta los ventanales del apartamento donde vivíamos, enfrente a la Rambla montevideana.
Una noche en que mi padre estaba de viaje por trabajo, mi madre encendió un cigarrillo, sentada enfrente al ventanal. Yo tenía quince años. Mirábamos la luna y su pálido contorno; un anillo con una mezcla de grises, verdes y azules, que se reflejaba sobre ese mar que lleva el nombre de un río: el Río de la Plata.
Mi madre, sin dejar de mirar la luna, le dio una pitada al cigarrillo que acababa de encender, exhaló el humo, y me dijo: «Si querés ser artista, nunca tengas hijos». Aquella frase retumbó en el aire como una sentencia. Las uñas de mi madre pintadas de violeta brillaron aún más bajo la penumbra de la noche. No recuerdo si discutimos sobre eso.
Creo que fue una noche con demasiados silencios. Por aquella época, discutía más con papá. Mamá tenía una postura de adolescente rebelde con sus minifaldas de jeans, sus blusas floreadas de los años sesenta y su bronca contra el mundo. Juntas le hacíamos un complot a papá, cuando no estábamos de acuerdo con él, y su forma «conservadora» de pensar.
Pero aquella noche los silencios entre nosotras se habían sobrecargado de preguntas que nunca me animé a hacerle: ¿No había podido ser artista porque mis hermanos y yo habíamos nacido? ¿Ocupábamos demasiado espacio en su vida? ¿Qué lugar tenía ella como persona, aparte de ser mamá? ¿Qué le había impedido expresarse en la vida? ¿Qué le había impedido crecer?
A mis 47 años, sentada en la Biblioteca de Delft, recuerdo la forma polarizada de pensar de mi madre en pleno siglo XX, donde la letra «o» se interponía en los caminos que teníamos para desarrollarnos como mujeres: ¿Solteras o esposas? ¿Liberales o conservadoras? ¿Amas de casa o profesionales? ¿Madres o artistas? ¿Putas o santas? Parecería que arrastráramos desde el pecado original «la obligación» de dividirnos en lugar de multiplicarnos.
Nuestra naturaleza como mujeres supera cualquier prejuicio o limitación del pensamiento. Un pensamiento machista profundamente arraigado en mujeres y hombres, hombres y mujeres, que se va pasando de generación en generación. Pero mi experiencia personal empieza a echar abajo el viejo legado, las viejas sentencias maternas, y me confronta con la responsabilidad de mi propia vida.
A los 41 años tuve mi primer y único hijo. Mucho antes de hacerme madre, fui hija, hermana, estudiante en Uruguay, Alemania y Holanda; me hice bailarina y coreógrafa de danza contemporánea; viajé por muchos países, aprendí idiomas, estudié literatura, y escribo desde niña. ¿Qué me pasó en el momento en que me quedé embarazada? Una explosión de hormonas danzando en el cuerpo, desbordándome de vida, me pedían a gritos un espacio en una hoja en blanco. Porque todo lo que había vivido, bajo la influencia de una vida que se iba gestando dentro de mí, multiplicaba estímulos, desafiaba mi potencial.
El nacimiento es un desgarro y una bendición al mismo tiempo, que también pide un lugar de expresión. Fue el momento en que más escribí en mi blog, La Lupa del Viajero, y empecé a gestar mi segundo libro, el poemario La voz del viento, que se publicó en Montevideo con Rebeca Linke Editoras en 2013, cuando mi hijo cumplió un año.
Lejos de renuncias radicales, la maternidad puede ser una puerta más hacia la creatividad, estimulando nuestra sensibilidad como artistas, si estamos dispuestas a abandonar los apostolados obsoletos. No es fácil. Porque todo lo que vimos, oímos y experimentamos de niños, quedó grabado como en una especie de disco duro.
Estoy aprendiendo a borrar viejas maneras de reaccionar, a desechar convicciones que nunca fueron mías. Sigo en plena búsqueda. A veces lo logro, a veces me pierdo; a menudo me tropiezo con mi impaciencia, pero siempre me levanto y vuelvo a intentarlo. Entre tantos intentos sigo hilvanando letras a pulmón, como cuentas de un interminable collar.
En 2017 edité mi tercer libro y mi segundo poemario, En la estación.
Ahora estoy experimentando con un libro de relatos.
La sociedad no está todavía preparada para esto: asimilarnos en primer lugar como mujeres y luego como madres. Una vez que somos madres, el rol y la responsabilidad que esto implica es predominante. Pero estamos en camino. Se producen movimientos. Somos parte de una generación que es más consciente de la necesidad constante de cambiar y evolucionar.
Estamos en camino de integrarnos: mujeres, profesionales, artistas, madres, eliminando la letra «o» entre las múltiples posibilidades que nos ofrece nuestra naturaleza.
La sociedad holandesa es cada vez más consciente de esta necesidad: una igualdad de reconocimiento para mujeres y hombres, independientemente de la paternidad o la maternidad, somos individuos. Este es un derecho humano que todos nos debemos.
Es alentador ver, mientras tomo un café y releo el libro de Raymond Carver Si me necesitas, llámame, la Biblioteca de Delft con unos cuantos papás y los cochecitos de sus bebés, mientras las madres estén quizá trabajando o haciendo yoga.
No hay danza que supere al movimiento que sentí dentro del cuerpo, cuando estuve embarazada de mi hijo, cuando empezó a moverse dentro de mí y a reconocer los espacios que mi útero le ofrecía como nido, como guarida previa antes de nacer.
Fue la máxima expresión de vida que experimenté. Pero la necesidad de ser, de expresarme y de trascenderme en el arte no se disolvió con el nacimiento de mi hijo; se multiplicó. El arte ahora está en darle y darme un espacio en la convivencia de cada día.
Ese frágil equilibrio entre tú y yo; entre tú, nosotros, y yo.
Un hijo también viene a hacer su camino, independientemente de nosotros, y nos recuerda que tenemos que seguir creciendo para no volvernos obsoletos. Un niño nos confronta con todo lo que somos: lo mejor y lo peor. Al igual que la escritura, cuando escribimos con honestidad.
Olemos bien y olemos mal, porque somos de carne y hueso. Nos guste o no, los niños nos devuelven un espejo y nos ofrecen, al igual que la escritura, el desafío de superarnos. Porque si hay alguien que hace una excelente lectura de lo que somos, son nuestros hijos. Entonces, no se trata de escribir o no escribir, de ser madre o no. Se trata de vivir. Vivir con la mayor consciencia posible de que un día vamos a dejar de respirar nuestras letras, vamos a dejar de bailar descalzos a la orilla del mar y pasaremos a ocupar otro plano de existencia.
Somos materia en proceso de desintegración. El tiempo de vivir en las letras que escribimos es ahora. El tiempo de abrazar al hijo que crece es ahora. El tiempo de ser es ahora y no hay postergación.
Fotografía: Cacao en Itacaré, Bahia, Brasil, por Alejandra Darriulat.
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