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Matar a un ruiseñor

Por Teresa Urbina / Escritora /Uruguay



Soy una obsesionada con este libro. Cada vez que me siento defraudada, en cada recodo en que me siento sola frente al mundo, me refugio en las páginas de Matar a un ruiseñor, en el valor de Atticus, en la inocencia de Scout.


Me arropo en las páginas que me consuelan de vivir en un pueblo olvidado y a la vez, contradictoriamente, lo dignifica. Porque Maycomb es cualquier pueblo, es todos los pueblos con una historia que a nadie le importa, perdido en medio de una geografía más o menos atrapada entre ríos y cerros o montañas, con vergonzosas memorias o gloriosas y siempre escasos actos heroicos.


Porque en Maycomb, que puede ser cualquier pueblo, incluso el mío, vive Atticus Finch y un viejo señor Raymond que dice que un niño puede llorar «por el infierno puro y duro en que unas personas hunden a otras» y en todos los pueblos puede haber, lamentablemente, más de un Ewells y tristemente varios Tom Robinson; porque hay muchos Jems y Scouts y Dills y cada vez menos Calpurnias. Y porque también está Boo Radley, con sus regalos en el hueco del tronco de un viejo árbol.


Conocí esta historia desde la butaca de un cine, cuando tendría unos cinco años. Mis padres solían ir al cine con frecuencia y cada vez que la película era adecuada, me llevaban a verla porque probablemente me durmiera antes de que la función llegara a la mitad, por lo que Matar a un ruiseñor existió para mí, por mucho tiempo, como una película en blanco y negro de la cual me quedaba en el recuerdo su imborrable banda sonora y el rostro anguloso en blanco y negro de Gregory Peck.


Años después, descubrí el libro que le había dado el nombre y en el que se había basado el guion del film; supe que había ganado el premio Pulitzer y que Nelle Harper Lee lo había escrito.


Fue considerada, en algún momento, una novela frívola. Para mí, nada más lejos que una novela frívola. Para mí, desde que la descubrí, fue una novela desconsoladora y esperanzada como la vida misma, que me reconcilia con el hecho de vivir en un lugar donde a veces odio permanecer, en el cual casi todos nos conocemos más o menos bien, y en el que hay tanta mediocridad como, de tanto en tanto, grandeza.


Cuando leo este libro lo reconozco como mi hogar y me reconozco en él, y quizás por esa razón lo busco en los tiempos inciertos.

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