Abogada y escritora
Uruguay
El sol pega fuerte a través de la engañosa capa de nubes. Hay poca gente en la playa: apenas una o dos sombrillas a esa distancia no invasiva que me sigue trayendo, décadas después, a este balneario donde pasé largos veranos en mi infancia. Es agradable mover los pies en la arena, cuidando de no destruir el castillo, guarnecido de piedritas y caracoles, que acabamos de construir. Mi hija ha emprendido una caminata hasta el arroyo con su padre, lo cual me deja un rato libre para la placentera actividad de no despegar los ojos de la página. Hurgo en el bolso de tela y extraigo mi libro de entre el protector solar, la toalla, los buzos para la hora del atardecer y el resto de la indispensable parafernalia playera.
Inheritance («Herencia»), de Robert Sackville, es la historia de Knole, la casa donde la familia del autor vive hace más de cuatrocientos años. Es una de las viviendas más grandes de Inglaterra (se dice que tiene 365 habitaciones y 52 escaleras), y sus áticos llenos del remanente de pasadas generaciones —cartas, diarios, ropa, fotos y todo lo imaginable—son una fuente inagotable de sorpresas para novelistas e historiadores por igual. No hace falta ser un aristócrata inglés, propietario de una vasta mansión, para sentir que el tema nos concierne. Leer la crónica de Knole y las trece generaciones de Sackvilles que han vivido en ella es el disparador de muchas preguntas acerca de la familia, el tiempo y la forma en que los lugares donde ha transcurrido nuestra historia nos moldean e inciden sobre nosotros.
Es, en suma, la perfecta lectura de playa.
Un mes antes, eligiendo un regalo de Navidad en mi librería amiga, escucho a una mujer pidiéndole al librero algo livianito para el verano. La clienta, quien a juzgar por su piel correosa y calcinada —que hace difícil calcular su edad— ha pasado más años lagarteando al sol que hundida entre las tapas de un libro, agrega que lo que quiere es algo bien de playa, para no pensar.
Esta es una noción que, pese a las numerosas veces que la he oído, nunca deja de desconcertarme.
Las vacaciones son, por definición, el espacio con que contamos para dedicarnos a nuestras aficiones sin las limitantes de tiempo y energía que el trabajo impone. En vacaciones no hay horarios, no hay (tantas) obligaciones, no suena el despertador; las horas se extienden, perezosas, hasta el demorado atardecer y más allá. Es difícil imaginar una mejor oportunidad para dedicarnos a lecturas que nos enriquezcan y nos desafíen. ¿Qué mejor compañía que un buen libro para las largas tardes frente al mar y las noches cálidas en el porche? ¿Por qué malgastar deliberadamente nuestros días más relajados y nuestra época de mayor libertad en material de segunda?
Hay aquí un concepto que me interesa señalar: la falsa oposición entre calidad y entretenimiento, como si un libro, para ser ameno, tuviera que ser al mismo tiempo liviano y mediocre. Este concepto erróneo dice mucho acerca de la superficialidad de nuestra sociedad, de su temor a encarar desafíos intelectuales relevantes, de su infantil pulsión hacia la obtención de gratificaciones instantáneas a través de objetos vacuos, tan pronto consumidos como olvidados. La literatura no es ajena al «miedo a pensar», la gran enfermedad de nuestra época.
Recuerdo una anécdota acerca de un abogado que —según se contaba— acarreaba a la playa los gruesos tomos de un tratado del área jurídica de su especialidad y se sumergía en ellos durante todo enero. A diferencia de varios colegas que se reían con ganas de esta historia tal vez apócrifa, a mí la conducta de este señor me parecía eminentemente lógica. Nunca entendí por qué el hecho de que alguien pasara las vacaciones abundando en los temas de su principal interés intelectual debía ser considerado un programa risible o absurdo. Más bien al contrario.
La clienta de la librería terminó llevándose una de esas novelas, bien promocionadas y mal escritas, en que una reprimida mujer blanca se enamora de un fogoso cacique o un millonario sexy conquista a una joven independiente a fuerza de prácticas eróticas salvajes. Yo sigo paseando mi ocio por los pasillos interminables de Knole, llenándome de polvo en sus buhardillas mágicas, repasando la historia de sus peculiares habitantes y admirando —desde mi remanso vacacional y con los pies sobre la arena— las obras de arte que cuelgan de sus paredes.
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¡Maravilloso! Es el tipo de historia que me gusta: sobre los legados de las generaciones pasadas. ¡Gracias por la recomendación! No había oído de ese libro, lo voy a buscar.
Y sobre la lectura liviana, bueno, la señora en la librería ya está, ya se formó con esas ideas... ¡el desafío está en la educación de las nuevas generaciones! Abrazos.