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El más bello de los árboles todos

Escritora y Doctora en Filosofía

Uruguay

Suele decirse que no se puede enseñar lo que no se sabe. Que no se puede hacer creer algo en lo que no creemos. Pero mis padres no supieron vivir, y mi papá, por lo menos, supo transmitir ciertas intuiciones sobre cómo es vivir bien. Él compraba libros. Creo que no los leía. O los leía por la mitad. Pero los compraba porque cada tanto se encontraba con un librero apasionado por lo que ofrecía, y mi papá estaba dispuesto a escucharlo. Además, el hombre vendía en cuotas, por lo que visitaba a mi padre cada mes para cobrarle, y, tal como Scheherezade, volvía a atraparlo otra vez, sin fin. Papá aprendió así que Homero era un clásico infaltable, y por eso tengo, hasta hoy, en mi biblioteca, una edición en tapa dura de la Ilíada y la Odisea. Se enteró, charlando con el librero, sobre la fascinación que lograban provocar los misterios de Agatha Christie, y gracias a eso también guardo una colección de sus obras completas. Y más. Quién sabe cómo se llamaba ese librero, si era más joven o más viejo que mi padre, si todavía seguirá vivo. Nunca sabrá que su elocuencia marcó mi vida. Crecí rodeada de libros. No leí todos los que me fueron legados por mi padre, como él tampoco los leyó, pero sí más que él, y comprendí que eran algo a valorar. Él murió de aburrimiento. Después de jubilarse, aún rodeado de libros que no había tenido tiempo de abrir, decía que no sabía qué más hacer en la vida. Pero a mí no me dan abasto los ojos ni las horas. Leer y leer. Parece que me transmitió, entonces, algo que él no poseía.


No aprendí eso en las colecciones de tapa dura que atesoro. Como en las historias más memorables del mundo, siempre las cosas importantes están en los detalles pequeños. Ya sabía esto Orson Welles al escribir Ciudadano Kane: la última palabra («Rosebud») del magnate no se refería, como esperaba el periodista, a una mujer sofisticada, a una mansión, a un yate, una playa exótica. Era simplemente el trineo con el que había jugado de niño. De una manera más modesta que Kane, mi padre no acudía, cuando buscaba un libro, a sus ediciones de lujo compradas en cuotas al librero. Él hojeaba con un interés infantil mi edición de Cuento y canto, la selección de fragmentos literarios anotada por Santa Di Lorenzo, que yo usaba en la escuela. Si él hubiera conservado un libro así, seguramente sería el que habría leído, pero no había sido un buen estudiante. Entonces, entusiasmado por el librero, en casa echaba mano de mi portafolio escolar.


Lo curioso es que yo no recuerdo ni una clase de la escuela donde una maestra nos leyera u ordenara hacer algún ejercicio a partir de Cuento y canto. Sólo recuerdo a mi padre, sentado al borde de mi cama, antes de que me durmiera, leyendo fragmentos. Podría decirse que era un buen padre preocupado por la cultura de su hija. Pero creo que en realidad lo hacía por sí mismo, porque disfrutaba enormemente leer en voz alta, y comentar, e interpretar, y se le notaba. Y a mí, no era que me interesara tanto el libro de la escuela; más que nada creo que me encantaba escuchar la voz exaltada de mi papá, mientras su imaginación viajaba por mundos a donde nunca se atrevió a ir por su cuenta.


Tampoco me acuerdo de los textos de ese libro; alguna lectora de mi edad sabrá comentar qué más podía leerse en sus páginas. Sí evoco la lectura favorita de papá: La higuera, de Juana de Ibarbourou.


Porque es áspera y fea,

porque todas sus ramas son grises,

yo le tengo piedad a la higuera.


Por lo claramente que la recuerdo, me la debe de haber leído muchas veces. O tal vez fue solo una vez, pero la carga estética del momento valió por varias. «Piedad a la higuera». Mi padre era, ciertamente, un hombre piadoso. Él se detenía por eso al final, y me repetía la frase de Juana: «Es la higuera el más bello de los árboles todos del huerto». Y me explicaba, una y otra vez, por si yo no había entendido (de ahí, tal vez, mi vocación docente) que no era verdad, que no era bella, que era áspera y fea, pero que lo había dicho para hacerla feliz:


Si ella escucha,

si comprende el idioma en que hablo,

¡qué dulzura tan honda hará nido

en su alma sensible de árbol!


Me pregunto ahora si era necesario explicar tanto. Pero yo tampoco soy hábil para saber en qué punto de una explicación detenerme cuando algo me apasiona. No tengo claro si la insistencia brota del afán de que el asunto sea comprendido, o del placer de repetir algo conmovedor, una y otra vez. El goce de volver a escucharlo, aunque solo sea de mis propios labios.


Papá no leyó los libros que compraba. Decía que no tenía tiempo, y nunca lo supo tener, ni siquiera cuando tiempo era todo lo que le quedaba. Pero en su curiosidad semejante a la de un niño, en ratitos robados al sueño, él me enseñó la voracidad por la lectura. Entonces creo que sí se puede enseñar lo que no se sabe. De hecho, aun no creyéndolo, Juana le transmite a la higuera la convicción de que es un árbol hermoso.


Y tal vez, a la noche,

cuando el viento abanique su copa,

embriagada de gozo le cuente:

¡Hoy a mí me dijeron hermosa!


¿Qué había en la mentira de Juana? Había amor. Y eso la transformaba en verdad. Creo que en el caso de mi papá también.

 

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