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Mujeres víctimas de violencia en la novela negra: sin justicia, no hay paz

Actualizado: 15 nov 2019

Escritora

Uruguay


Solo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente,

aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico.

Semprún, Jorge: La escritura o la vida. Tusquets, Buenos Aires, 2011



En este trabajo se hace una aproximación al problema de la violencia contra la mujer, naturalizado durante siglos, y tratado recientemente por la literatura en general y por la novela negra en particular. Se plantea que los abordajes del tema, especialmente aquellos surgidos en el siglo XXI, podrían ser un mecanismo de denuncia para subvertir la inequidad impuesta por el sistema patriarcal, así como una herramienta para difundir la ideología democrática de la igualdad de derechos, un instrumento para incidir en la subjetividad de los destinatarios y crear nuevas identificaciones culturales que permitan una convivencia con justicia y en paz entre los géneros.


La violencia contra la mujer


Las Naciones Unidas definen la violencia contra las mujeres como «todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada».


Este tipo de violencia, ejercida contra mujeres y niñas, es una de las violaciones a los derechos humanos más sistemáticas y extendidas. Está arraigada en estructuras sociales construidas en base al género más que en acciones individuales o acciones al azar; trasciende los límites de edad, socio económicos, educacionales y geográficos; afecta a todas las sociedades; y es un obstáculo importante para eliminar la inequidad de género y la discriminación a nivel global. (Asamblea General de las Naciones Unidas, año 2006)

Este problema se presenta, como vemos, con numerosas facetas que van desde la discriminación y el menosprecio hasta la agresión física, sexual, verbal o psicológica, y llega hasta el asesinato, y se manifiesta en diversos ámbitos de la vida social , laboral y política, entre los que se encuentran la propia familia, el ámbito educativo, la Iglesia, el Estado.


Las formas de violencia más comunes incluyen la violencia doméstica y la violencia dentro de la pareja, violencia sexual (incluyendo la violación), acoso sexual, violencia emocional y psicológica. Asimismo, hay que tener en cuenta que hasta el día de hoy la violencia sexual es una táctica de guerra y una secuela de situaciones de emergencia, que es común en los países y áreas afectadas por conflictos armados, como fue el caso paradigmático de Jineth Bedoya Lima, precisamente en Colombia.


Otras formas de violencia contra la mujer extendidas a nivel mundial incluyen la explotación sexual, la trata, las prácticas tradicionales nocivas tales como la mutilación genital femenina o amputación de órganos genitales, así como el matrimonio forzado y el matrimonio precoz.


En términos generales podemos decir que se trata de actos violentos o de agresiones, basados en una situación de desigualdad, en el marco de un sistema patriarcal de relaciones de dominación de los hombres sobre las mujeres, que tiene o puede tener como consecuencia un daño físico, sexual o psicológico.


María Pilar Matud dice que «la violencia de género no es un problema de unos pocos sino de toda la sociedad, de todos y de todas. La violencia de género es un problema social, es decir, un fenómeno generado y mantenido por la sociedad, por una sociedad que asigna roles diferentes y un valor desigual a las personas que la conforman, con base en la división de dos grupos que al nacer realiza según el sexo asignado: niño y niña en los 17 primeros años de vida, y hombre y mujer posteriormente». (María Pilar Matud Aznar: Violencia de género, Publicacions de la Universitat Jaume-I).


El patriarcado


El patriarcado «se caracteriza por la autoridad de los hombres sobre las mujeres y sus hijos, autoridad que viene impuesta desde las instituciones», «la causa originaria y a la vez perpetuadora de la violencia de género es la necesidad de sometimiento de las mujeres, que es para el patriarcado un aspecto estructural de su funcionamiento» (Inés Alberdi, Natalia Matas: La violencia doméstica, 2002, p.39).


Vemos entonces que esa violencia que referíamos anteriormente se hace necesaria para mantener las relaciones desiguales de poder. La familia, célula básica de convivencia y relación, se organiza en torno al padre o varón, cuya autoridad es la fuente de poder en la colectividad social.


Es importante destacar que esta forma de violencia, profundamente enraizada en la historia, no es episódica, sino que arraiga en las bases estructurales de nuestra cultura: efectivamente, el patriarcado es la organización social en la que los hombres son dueños del poder y mantienen sometidas a las mujeres.


Ya veremos que las literaturas europeas, funcionales a este concepto, incorporan desde la Edad Media la idea de la inferioridad de la mujer, y muestran el ejercicio de «la violencia como prerrogativa masculina, y la sumisión como conducta esperada de las mujeres». (Inés Alberdi, Natalia Matas: La violencia doméstica, 2002).


La quiebra de la legitimidad del patriarcado


Sin embargo, toda ideología tiene su final, y «con el triunfo simbólico de las teorías políticas democráticas y con el desarrollo de las ideas feministas acerca de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, desaparece el patriarcado como sistema básico de organización del poder social. Sin embargo, las mentalidades no cambian al mismo ritmo que se producen los cambios políticos, y las ideas y creencias del código patriarcal se mantienen en buena parte de los ciudadanos que, aunque viven en sociedades democráticas en las que políticamente se ha declarado la igualdad de derechos entre ambos géneros, han sido socializados en formas tradicionales y desiguales de entender las relaciones entre los hombres y las mujeres». (Inés Alberdi, Natalia Matas: La violencia doméstica, 2002).


Asistimos entonces al desmoronamiento de todo un aparato ideológico, se empieza a cuestionar el poder de los hombres sobre las mujeres y, por lo tanto, deja de ser tolerada la violencia de género como aspecto estructural del orden social. Podemos decir que estamos en una etapa de transición en la que, aunque el patriarcado ha perdido su legitimidad, no ha dejado totalmente de tener vigencia porque el pensamiento sigue siendo patriarcal.


En este proceso de resquebrajamiento y deslegitimación del patriarcado ha quedado destapada la existencia de la violencia, ya no como un problema episódico, sino como un hecho estructural, y consecuentemente ha surgido un movimiento de rechazo y de oposición. Y creemos que no sería demasiado arriesgado decir que ese discurso de sensibilización ha sido sostenido, en muchas ocasiones por la literatura y, recientemente, por la novela negra o criminal.


Pero empecemos por el principio.


El sometimiento femenino en la literatura


La presencia de la violencia de género en la literatura se puede ver desde sus comienzos, como referente, como modelo de conductas. Son muchos los ejemplos que muestran el ejercicio de la violencia como prerrogativa masculina y la sumisión como conducta esperada de las mujeres y, cuando recorremos los textos más populares, advertimos la presencia del miedo a la violencia sexual en el subconsciente femenino, y el ejercicio de la misma como posibilidad real y concreta a manos de los hombres fuertes y poderosos. También son muy frecuentes los ejemplos de malos tratos domésticos, incluyendo las palizas propinadas por los maridos a sus esposas, así como el encierro y la limitación de la libertad de las mujeres.


Hay parcelas de la literatura muy conocidas que sirven como ejemplo de la desigualdad de género y que plasman la imagen de la mujer como un elemento de prestigio varonil y familiar, la posibilidad de castigarla o incluso asesinarla si parece culpable de desvío.

Entonces, si las mujeres en el mundo han sido y son víctimas de una violencia dirigida específicamente contra ellas, no nos sorprende que la Ilíada mencione casos en que son apresadas, esclavizadas e intercambiadas como botín de guerra; o que El cantar del mío Cid relate que los infantes de Carrión, para vengarse de su suegro, azotaron a sus esposas hasta darlas por muertas, y las abandonaron en el campo.


Las diversas formas de crueldad, física y psíquica que tienen que sufrir las protagonistas femeninas de estos y tantos textos, revelan la existencia de un ambiente misógino y de desfavorables relaciones de poder en el ámbito familiar y social.


Es la mirada machista en la literatura, la que naturaliza una relación desigual en la que uno de los miembros está por debajo del otro, aquella en la que el lugar de la mujer es un lugar secundario, y la temática no aparece planteada como problema sino como el resultado de relaciones de poder normales.


Pero hubo también otras voces en la literatura, voces que no consideraron que la violencia contra la mujer fuera natural. Y casi siempre, justo es reconocerlo, esas voces fueron de mujeres. Sería difícil precisar en qué momento, en la novela occidental, aparece la violencia contra la mujer problematizada, como una denuncia, como un reclamo de visibilidad pública, aunque seguramente fue en tiempos relativamente recientes. Me gustaría mencionar a una escritora española, Emilia Pardo Bazán, que ya a fines del siglo XIX criticaba duramente a los maltratadores en sus textos.


Ya dentro del siglo XX, e intentando una visión amplia que incluya tanto a Oriente como a Occidente, podríamos mencionar a Virginia Woolf (1882- 1941), Simone de Beauvoir (1908-1986), Doris Lessing (1919), Margaret Atwood (Ottawa, 1939-), Fátima Mernissi (Marruecos, 1940) y Nawal el Saadawi (Egipto, 1932). Sin embargo, no es sino a finales del siglo XX que la denuncia de la violencia machista se generaliza en la creación cultural, en los textos literarios.


«Un panorama completo sobre la representación cultural de la violencia contra las mujeres exigiría analizar también otros ámbitos, como la prensa, la publicidad, el cómic, los videojuegos, la canción popular, la moda... No tenemos espacio para hacerlo, pero no se puede dejar de señalar la impunidad con que esa cultura legitima y banaliza el maltrato a la mujer: recordemos ese anuncio de una marca de ropa de lujo que evoca una violación; o el de una marca de coches que dibuja a un sonriente Berlusconi llevando en el maletero a tres jóvenes atadas y amordazadas; o el polémico desfile del diseñador David Delfín con modelos semidesnudas, con la cabeza tapada por una capucha y una soga al cuello... Lo que está claro es que la violencia contra las mujeres ha sido siempre un tema central en la cultura, y que ahora sigue siendo central... pero afortunadamente, más polémico.» (http://www.lavanguardia.com/cultura/20141119/54419470146/cultura-maltrato.html)


La violencia contra la mujer en la novela negra


Como decíamos: «La literatura es un mecanismo de participación en el «reparto de lo sensible», como creadora de nuevas identificaciones, ejerce un efecto en individuos y colectividades, convirtiéndose en la mejor herramienta para subvertir la asignación de formas de decir, de ver y de ser impuesta por el sistema dominante». (Politique de la litterature, Jacques Rancière)


Recientemente, y frente al proceso de progresiva deslegitimación del patriarcado, han surgido narrativas que combinan la estructura de la novela criminal (o policíaca o negra) con la violencia de género, textos en los que muchas veces los personajes femeninos son víctimas, a veces fatales, de una sociedad regulada por una ideología machista, si no redondamente psicopática.


«La intriga se construye en torno a una indagación, y la violencia de género forma parte de alguno de los elementos estructurales del relato: culmina con uno o varios asesinatos de mujeres, explica la personalidad del asesino, está en el horizonte de las investigaciones que desarrolla el /la detective…o incluso puede aparecer como falsedad en que se escuda una mujer tramposa.» (Carmen Servén Díaz: Novela de intriga y violencia de género)


Podemos decir que la combinación de la novela de crímenes y la violencia contra la mujer constituye una convergencia de temas y de estructuras que se ha mostrado atractiva y eficiente para denunciar esta realidad, para dar forma literaria a un reclamo sobre un problema social. La literatura ha intentado ir a la par de esa realidad, de explorar un campo donde la violencia y el terror deviene sustrato de ficciones, de poner el foco en una realidad no siempre evidente, no siempre denunciada.


Paco Ignacio Taibo II señala que, en este contexto, la novela negra da cuenta del reflejo de las complejidades marginales de las sociedades latinoamericanas, de “los grandes traumas sociales” que la acosan, pues «se trata de un género llamado a convertirse en el mecanismo de denuncia y reflexión sobre nuestras convulsas realidades». (Taibo II, Paco Ignacio, Semana Negra de Gijón, 2003)


Sería entonces el momento de pensar qué relación hay entre los hechos ocurridos y consignados diariamente en la prensa, y la literatura.


Y la pregunta a plantearse sería, ¿se exorciza la violencia con la narración de la violencia? ¿Las palabras tienen el poder de exorcizar el mal o, al menos, de visibilizarlo? El tema nos parece crucial, y pensamos que tanto la poesía, como el relato o la dramaturgia pugnan contra el suceso límite de la violencia desde la lengua, porque la literatura es una espina provocadora que se planta frente al problema, y con melancolía, con desencanto, con esperanza o con cinismo intenta despertar la consciencia frente a la injusticia.


Volvemos a citar a Paco Ignacio Taibo II, que dice: «queda claro que igual que para comprender a la Francia del siglo XIX, es necesario leer las obras de Balzac, quien quisiera pretender conocer hoy en día a la sociedad latinoamericana no tiene que leer los periódicos, tampoco los libros de historia, sino leer las novelas negras».


Por su parte, en el 2015, la investigadora Nora Domínguez había indicado que: «los movimientos ficcionales y no ficcionales de la violencia no reducen el horror sino que nos imponen una atención diferente, dirigida hacia distintos flancos simultáneos: la literatura y la vida no son universos separados». (Domínguez, Nora: Movimientos ficcionales y no ficcionales de la violencia. Crímenes contra mujeres)


«La literatura ha ido a la par de esos datos y escenas desplegando las ficciones necesarias para trazar el mapa de la política, proponiéndose como un campo de fuerzas donde la violencia y el terror desmenuzan aquello que de político contiene esta práctica verbal», escribía Domínguez.


La novela negra o de crímenes, género por excelencia para tratar la criminalidad urbana, puede (o quizás, debe) ser una respuesta y, como texto escrito y divulgado, sería de por sí un movimiento de resistencia y de rebelión.


En resumen, pensamos que, si bien las mujeres fueron víctimas sacrificiales en la ficción desde Ifigenia en adelante, las narraciones actuales, especialmente las de crímenes o negras o policiales en las que las mujeres padecen distintas formas de violencia, afectan el imaginario social, inciden en la subjetividad de los destinatarios y contribuyen al proceso de desnaturalización de la desigualdad.


La novela de crímenes actual, y su aporte en la visibilización del problema


La novela sueca

La novela sueca de tipo criminal o negra ha explorado tradicionalmente el tema que nos ocupa, y encontramos dos autores muy conocidos que no pueden ser soslayados en el tratamiento de este tema: Henning Mankell y Stieg Larsson.


La quinta mujer


En esta novela Mankell aborda el tema de la violencia contra las mujeres en un país donde todo parece perfecto, al menos visto desde aquí. Se trata de una crítica inesperada que rompe con el mito de la sociedad sueca de bienestar que, en numerosas ocasiones, parecería que no atiende a quienes más lo necesitan, y perpetúa una desigualdad enmascarada bajo buenas intenciones y una igualdad que no resulta del todo sincera.


Dice Mauricio Bach, de La Vanguardia: «.es una muy inteligente reflexión sobre la violencia y sus formas: fanatismo, venganza, maltrato… con especial atención en un tema de actualidad: la violencia doméstica cuyas víctimas son las mujeres».


En efecto, las mujeres están en el centro de esta novela de Mankell, son ellas quienes de manera extraña desaparecen o mueren, ellas quienes dedican su vida a su familia y a su casa, las destinatarias del cariño de sus parejas y, no pocas veces, también de la violencia y de las vejaciones de esas mismas parejas. Esta es una historia en la que el asesino serial es una mujer, se examina el crimen desde el punto de vista femenino y toca el punto de los móviles de la venganza.


Si bien hay una reflexión sobre la violencia en general, el foco está puesto en una reflexión sobre la violencia contra la mujer. El detective Wallander se cuestiona el tipo de sociedad en el que viven los suecos, las dinámicas violentas que se establecen, analiza el clima general del país y lamenta de la pérdida de unos ciertos valores.


El caso policial en sí se centra en la violencia que tienen que soportar las mujeres sometidas por un marido maltratador. El personaje, la asesina-vengadora, nos hace pensar en lo que es propio de las mujeres y lo que es propio de los hombres, sobre la justicia, la venganza, y en definitiva, sobre la falta de equidad de la sociedad.


Millennium


Pese a ser Suecia una de las naciones que posee de las legislaciones más avanzadas en materia de igualdad, bajo esa apariencia civilizada late una realidad oscura: «El 65% de las mujeres suecas ha sufrido algún tipo de maltrato», declaró el escritor en la única entrevista que concedió antes de su súbita y prematura muerte, «y el 95% nunca lo denuncia oficialmente».


El autor se sirvió de su personaje femenino, Lisbeth Salander, una mujer que fue objeto de abuso y de maltrato que ella misma se encargará de castigar, para despertar al lector de su sopor y obligarlo a enterarse de esa violencia salvaje que late agazapada bajo una apariencia de corrección política.


La serie Millennium (Los hombres que no amaban a las mujeres, La reina en el palacio de las corrientes de aire y La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina), está protagonizada por ese personaje femenino, outsider y oscuro, que es capaz de cumplir en solitario sus deseos de venganza. La mujer convencional, que otros relatos convierten en víctima propicia del maltratador, es completamente ajena al talante de Salander, una antiheroína que reivindica la igualdad y que practica la ley del talión.


Lisbeth, a los trece años armó un cartón de leche con gasolina, roció con él el auto de su padre y lo prendió fuego. Con su padre adentro. Contado así, a quemarropa, suena a monstruosidad, pero si tenemos en cuenta que con esa muerte la protagonista estaba vengando a su madre, reducida a un estado vegetativo por una paliza recibida por parte de su esposo, la cosa suena a justicia. Salvaje, pero justicia al fin. Y quizás esa es una de las claves de la popularidad de este personaje: el hecho de ser la versión posmoderna, la versión 3.0 de la eterna figura del vengador solitario, una nueva especie de Harry el Sucio, pero en versión mujer.


Y por qué no, una nueva imagen femenina se desarrolla en el imaginario social: la justiciera. Al respecto dice la socióloga Judith Barner sobre el personaje: «Ella se convierte en juez, jurado y ejecutor... Puede ser una actitud antidemocrática, pero para miles de lectoras funciona como catarsis al comprobar que, al menos en la ficción, alguien hace justicia respecto de todas las ofensas que sufren las mujeres y que el sistema no quiere o no puede castigar.»


La novela latinoamericana


La violencia ha recorrido el mapa de América Latina desde los años sesenta hasta el presente, desde aquella violencia revolucionaria que intentaba transformar el orden capitalista hasta el presente sacudido por la violencia que provoca el mercado y por la guerra de las drogas.


Es así que el género negro latinoamericano ha sido prolífico también en el tratamiento de lo que Maurice Blanchot llamó escritura del desastre: «lo que queda por decir cuando se ha dicho todo, la ruina del habla, el desfallecimiento de la escritura, el rumor que murmura, lo que resta sin resto, la escritura que ante el poder y la opresión responde con el rechazo, la resistencia y el combate , porque el desastre es lo único que mantiene a distancia el dominio».


«Quiero escribir, pero me sale espuma», dijo César Vallejo, y la palabra, la poesía, el relato y la ficción pugnan contra lo indecible y acechan el suceso límite de la violencia radical desde esa lengua herida que balbucea en el temblor de la boca de Roberto Bolaño, de Gabriela Cabezón Cámara, de Susana Cabrera.


2666


La novela de Bolaño, especialmente La parte de los crímenes, deja en evidencia las enormes preocupaciones por la violencia estructural ejercida sobre los colectivos marginales, en este caso específico contra las mujeres que habitan o están de paso por Santa Teresa, una ciudad lindante con los Estados Unidos (que sería Ciudad Juárez) donde aparecen retratadas las relaciones de poder entre hombres y mujeres, así como la brutal desigualdad y vulnerabilidad de estas frente a aquellos.


El autor se vale de diferentes discursos como el periodístico, el policial y el judicial mezclados con la narración ficcional, lo que da como resultado un híbrido compuesto a partir de la yuxtaposición de estas formas discursivas.


Dice Angélica Tomero que «estas estrategias formales propician que un discurso que se ha vuelto cotidiano, mediático, y, por lo tanto, no causa ya ninguna reacción en los lectores, se desautomatice, con el recurso al hiperrealismo». (Angélica Tornero: La parte de los crímenes: Un mundo accidental en 2666 de Roberto Bolaño)


La presentación hiperrealista de los sucesos introduce a los lectores en ese mundo enrarecido, sobrecogedor y espeluznante.


La voz narrativa parece ser la de un investigador que ha tenido acceso a fuentes privilegiadas de información, y que organiza un gran informe, ese narrador está alejado de los sucesos, no se involucra, solamente presenta datos, expone los hechos; es decir, recaba, recupera la información sobre estos crímenes, averigua, indaga y, no habiendo sido testigo de los hechos, opta por recuperarla de la memoria colectiva y trasmitirla.


No se trata de un ejercicio de rememoración individual, porque como se ha dicho antes, este narrador se mantiene siempre a distancia, reconstruye a partir de múltiples testimonios.


Cito otra vez a Angélica Tomero: «Esta aproximación es semejante a la de todos aquellos intelectuales judíos que, a partir del Holocausto, han exclamado la necesidad reiterada de recordar, de no olvidar para que no se vuelva a repetir.» (Angélica Tornero: La parte de los crímenes: Un mundo accidental en 2666 de Roberto Bolaño)


Bolaño, decíamos, se apropia de otros discursos, los interviene ficcionalmente y crea un discurso novelístico que está a medio camino entre lo real y lo ficcional, entre la crónica y la novela. La voz invisible yuxtapone fragmentos, los momentos, los sucesos, repite y repite muertes, y el efecto que produce es de asco, de hartazgo, de repulsión, náusea, disgusto por los crímenes cometidos.


«(…) los lectores experimentan el horror de la violencia extrema y el crimen, independientemente de lo que para cada uno de ellos pueda significar esta experiencia». (Angélica Tornero: La parte de los crímenes: Un mundo accidental en 2666 de Roberto Bolaño)


Y hubo repercusiones: esta narración sobre el horror de Ciudad Juárez permitió visibilizar y transnacionalizar el tema a través de la divulgación de los hechos.


Bolaño participó de la difusión de los sucesos, y lo hizo en clave literaria, a través de su novela emprendió la tarea, ya no sólo de denuncia, sino de recuperación de la memoria de esas mujeres brutalmente torturadas y asesinadas, las rehumanizó después de los actos de barbarie perpetrados, y aseguró la permanencia del horror en el recuerdo de las generaciones venideras.


Sería importante destacar el valor ético de la memoria que, además de producir conocimiento y transmitir la experiencia de la violencia, cobra un valor crucial para lograr la justicia y, en un horizonte por ahora lejano en esos hechos narrados, la paz.


La memoria tiene una clara postura ética vinculada a la responsabilidad, y podemos decir que justicia y memoria son indisolubles porque sin memoria de la injusticia no hay justicia posible, no podrá construirse la paz.


Mujeres latinoamericanas que escriben y se escriben


La escritura femenina contemporánea aparece en un momento en que los discursos universales se cuestionan, los grandes relatos entran en crisis, la mirada patriarcal comienza a diluirse, y se destaca el valor literario de las obras que ofrecen una alternativa frente a lo hegemónico. Y es ahora que la escritura de estas mujeres se mete en la vida para denunciar la injusticia, para cuestionar la realidad o para describirla, que esta escritura, la ficción, permite que la conciencia se sobreponga al miedo.


Si a partir de la Biblia se había hecho un ejercicio sistemático del poder desde la escritura, ya sea desde lo sagrado, lo religioso, lo jurídico, lo político, lo literario, si siempre había existido una hegemonía del pensamiento masculino expresado a través del relato escrito, ahora es necesario equilibrar las fuerzas, y es allí la escritura femenina juega un papel central: contribuye a desmitificar los roles y los estereotipos de género.


Le viste la cara a Dios de Gabriela Cabezón Cámara


Le viste la cara a Dios está inspirado en un cuento infantil clásico, La bella durmiente, y la protagonista es una joven secuestrada, explotada y esclavizada sexualmente por una red de trata, está literalmente atada a la cama y sometida a fuerza de sexo, golpes, alcohol y cocaína.


Su sueño está invadido, tomado por sus torturadores, al punto en que el nombre que le obligan a llevar, Beya, se vuelve casi una burla aplicado a ese despojo humano.


Dice Flavia Pitella respecto a este texto: «Cargada de cultura popular, citas bíblicas e imágenes cinematográficas, las veinticinco páginas de la vida en cautiverio de Beya recorren la relación entre el torturado y el torturador y, sobre todo, proponen una denuncia sobre la condición de la mujer en círculos machistas, maltratadores, torturadores, asesinos, donde los involucrados, incluso la dueña del prostíbulo –una especie de macabra madrastra–, saben mejor que nadie que “la cosecha de mujeres nunca se acaba.» (Pitella Flavia. https://www.clarin.com/resenas/gabriela-cabezon-camara-le-viste-cara-dios_0_rylyTiv7g.html)


La autora no deja nada librado a la imaginación, y el rosario de padecimientos de Beya, la protagonista, se describe con minuciosidad: olores, dolores, sexo violento, quemaduras, cocaína para aguantar la tortura continuada. Mientras todo esto sucede y es narrado desde la segunda persona, ella reza, crece su devoción por San Jorge, crece su delirio, crece su odio enfurecido, y Gabriela se vale del uso del discurso religioso como artilugio literario. Pero el discurso religioso no es el único, en lo textual, el relato está escrito en versos que articula siguiendo la tradición criolla del poema gauchesco, «sin eufemismos ni metáforas inútiles» al decir de la autora, que mezcla lo popular y lo erudito.


Pero, ¿qué pasa cuando no se puede soportar más, cuando todo ese dolor acumulado por las vejaciones, se convierte en furia? Furias, las Erinias griegas, las encarnaciones femeninas de la venganza. Furia ciega y desatada, que lentamente se va gestando en el interior de Beya. Efectivamente, promediando el relato se produce un quiebre: la protagonista se convierte en una especie de vengadora sacada de Kill Bill, que nos recuerda que la justicia, desde lo religioso, tiene una ley terriblemente humana: la ley del Talión.


Dice Fermín Rodríguez: «Una venganza grandiosa que, sobre el final, encontrará a Beya vestida de sadomasoquista y con una ametralladora en la mano, encarnando una justicia divina.» (Rodríguez Fermín: Cuerpo y capitalismo)


Es indudable que la novela de Cabezón Cámara hace eco de una rabia silenciosa, de la indignación, de la vergüenza frente a los crímenes, y busca visibilizar el problema, incidir en la escena política y social actual, conmover frente al secuestro y desaparición de tantas mujeres.


«Habrá que seguir pensando está relación tan estrecha del texto con y en su presente de escritura, los futuros significados de su intervención literaria y el gesto de activismo militante que eficazmente lo acompaña», dice Nora Rodríguez. (Domínguez Nora: Capturas)


Le viste la cara a dios es un libro perturbador y movilizante, que busca conmover y conmueve, una historia que denuncia, que responde a la necesidad de escribir sobre mujeres encerradas, privadas de su libertad y prostituidas, a contar la parte del relato que la prensa no dice cuando dice sobre mujeres desaparecidas por redes de trata, y la dedicatoria no nos deja dudas respecto a dónde apunta: «aparición con vida de Marita Verón y de todas las nenas, adolescentes y mujeres esclavas de las redes de prostitución».


Las esclavas del Rincón de Susana Cabrera


El Uruguay de hoy no parece haber asumido su participación histórica en el tráfico y en la explotación esclavista, la ha soslayado y hasta revestido con leyendas poco realistas, de ahí el valor de esta obra que deja en evidencia la violencia, que echa por tierra el relato de la mujer negra de la colonia integrada pacíficamente al hogar desde una condición de servidumbre casi familiar.


En Las esclavas del Rincón (Montevideo, 2001) Susana Cabrera reflexiona a partir de un famoso caso judicial sucedido en 1821 en Uruguay, entonces Provincia Cisplatina que formaba parte del Imperio de Brasil, de un asesinato cometido por dos esclavas contra su ama, que resultará el único por el que se condenó a mujeres a la pena de muerte (en este caso, además, por ahorcamiento con garrote vil).


Basada en fuentes documentales y en testimonios de la época, Cabrera elabora un relato intenso, una narración polifónica que da voz, entre otros, a las tres negras de la casa Salvañach, dos de ellas imputadas en el crimen, y reconstruye los escenarios de la sociedad de una época en la que se aceptaba como una circunstancia natural la humillación, los malos tratos, la tortura y la privación de la libertad de quienes estaban esclavizados. Y es bueno recordar que todavía estaba vigente el debate religioso relativo a si los negros tenían alma o, como los indígenas, carecían de ella, debate que sesgado y dilatado en el tiempo porque de sus conclusiones dependía la legitimidad del instituto de la esclavitud.


Celedonia Wich de Salvañach, una mujer rica y poderosa, perturbada por una infancia problemática, con una posición destacada en la pequeña sociedad de San Felipe y Santiago de Montevideo, era despiadada e inhumana con la servidumbre y, en sus momentos de ira, no dudaba en castigar brutalmente a sus esclavas, física y psicológicamente.


La mañana de los hechos, tras una golpiza especialmente cruel, desmesurada y sin motivo, la esclava Mariquita, al borde del sufrimiento y con el hueso expuesto por las heridas infringidas, le arranca el látigo a su ama, la golpea a su vez con una botella de vino y, finalmente, presa del dolor, la furia y la desesperación, le clava un tenedor en el ojo. Luego, ya muerta su ama, con la ayuda de Encarnación y de un niño mestizo, la arrojan desde el mirador al patio para simular una caída.


Si desde el punto de vista de la sociedad fue un horrible crimen contra una señora de una familia respetable, si desde la clase dominante se lo vio como una «barbarie de negros», doscientos años después, desde la voz que les da Susana Cabrera a las negras esclavas, ellas nos trasmiten que actuó su instinto de conservación, lo que hoy llamaríamos legítima defensa (concepto que todavía no estaba incorporado al derecho positivo), y que después de décadas de tolerar maltratos fue la única forma de liberación de aquel martirio.


Además de la condena social se escucharon testimonios favorables, sorprendentemente por parte de los propios familiares de Celedonia: su hermano, Joaquín Wich, apiadado de las negras (tal vez por el conocimiento que tenía de la crueldad de su hermana), llega al punto de contratar y pagar al abogado que defenderá a las homicidas.


También es interesante destacar la defensa de este abogado, Lucas Obes, que como decíamos fue contratado por el propio hermano de la víctima, y que demuestra sensibilidad frente a la situación de degradación de esas mujeres negras, pobres, esclavizadas, maltratadas, humilladas, una sensibilidad que toma distancia de la usual en su tiempo y que se vuelca en el alegato de su defensa.


Narrada en un coro de voces que va desgranando desde las declaraciones judiciales a las cartas, el texto se erige en un alegato, ya no contra la esclavitud solamente, sino contra el sometimiento y el autoritarismo, contra la injusticia y la indignidad, contra la violencia ejercida sobre los más desvalidos entre los desvalidos: las mujeres negras sometidas a esclavitud. El relato les da voz a esas mujeres abandonadas, recompone su identidad, busca su discurso, les da una voz, y reconstruye una historia olvidada y soslayada en la construcción de la nación uruguaya.


Y si la versión histórica de quienes tuvieron el poder de contarla en Uruguay nos dejó el mito idílico de la familiaridad entre los amos y los esclavos de la época de la colonia, muy especialmente entre las «familias» y las mujeres servidoras de la casa, Las esclavas del Rincón nos ofrece otra versión, cruel y descarnada sobre esas relaciones de poder derivadas de un derecho de propiedad sobre cuerpos y almas sometidas. A través de los siglos XIX y XX se pensó, se difundió y se enseñó en las escuelas un país imaginado o al menos idealizado por las clases cultas, un país con un presente de población integrada y con un pasado embellecido, poetizado, que muestra al negro, especialmente a la mujer afrodescendiente, en una relación estrecha, familiar, cordial con el blanco europeo, desmentido hoy por testimonios de la época que el texto de Cabrera rescata y noveliza.


«Así hoy, la literatura se vuelve un espacio importante para que las voces silenciadas puedan hablar, desde su punto de enunciación, de qué manera percibieron los acontecimientos históricos.» (Ramos Da Silva Liliam: Hispanista. Volumen XV. N.º 56)


La literatura rescata la memoria, denuncia la injusticia y la violencia, aún la pretérita y olvidada o tergiversada, y propone una reflexión sobre el lugar de la mujer, negra en este caso, en una sociedad que no le daba derecho alguno.


Conclusión


El Secretario General de Naciones Unidas, en «Las mujeres, la paz y la seguridad», elaborado en respuesta a la resolución 1325 (2000) del Consejo de Seguridad, ha dicho que, mientras siga existiendo la violencia contra la mujer, no podremos afirmar que estamos logrando progresos reales hacia la igualdad, el desarrollo y la paz.


Agregamos que, donde la violencia contra las mujeres se encuentra generalizada, donde las desigualdades extremas entre los géneros se aceptan como características de la vida cotidiana, la paz sostenible requerirá un cambio cultural fundamental.


¿Cómo construir ese cambio de paradigmas culturales?


El reto sigue siendo la exploración de los modos más eficaces de representar lo que es tan difícil de representar: lo no dicho, lo que se oculta, lo que se naturaliza.


Foucault, refiriéndose a la doble relación que con la verdad y el poder mantiene la literatura, postula que a esta «le corresponde decir lo más indecible, lo peor, lo más secreto, lo más intolerable», porque al estar consagrada a revelar lo inconfesable y a transgredir todos los límites y las reglas, tendrá que colocarse ella misma fuera de la ley, o al menos asumir la carga del escándalo o de la revuelta: más que cualquier otra forma de lenguaje, la literatura sigue siendo el discurso de la «infamia». La literatura se instaura como ficción, como artificio, «pero comprometiéndose a producir efectos de verdad». (Foucault, 1996: 137-138).


Las ficciones, entonces, no sólo se refieren al mundo sino que están en el mundo, forman parte del mundo, interactúan con el mundo, modifican el mundo, y aunque «el binarismo de género construye, gracias a una ingeniería cultural impresionantemente eficaz, a uno de los sexos como en UNO (el centro, el modelo) y abandona a su suerte en los márgenes al OTRO, los márgenes han demostrado ser lugares de producción cultural y de resistencia imprescindibles» (Suárez, Martín y Fariña, 2000).


¿Qué pasa entonces cuando la palabra se apodera de lo indecible? ¿A dónde conduce, produce efectos? ¿Enuncia o denuncia? ¿Qué tipo de paz se puede esperar cuando se sacrifica la justicia, cuando se oculta la verdad, cuando se silencia a los más vulnerables, las mujeres?


Creemos que, si bien los textos literarios no son capaces de cortar el mal de raíz, «desde una perspectiva sociológica y político criminal, han sido eficaces para lograr la deseada sensibilización de las instituciones implicadas en la persecución y el castigo de esas conductas y han servido para reafirmar la valoración negativa de cualquier clase de violencia, aun cuando ésta se produzca en el ámbito familiar», según la apreciación de Mirentxu Corcoy Bidasolo (2009: 173).


La penetración del tema de la violencia contra la mujer en la novela negra puede lograr que el texto literario incida en la construcción cultural de otra realidad al adoptar el papel de una crónica descriptiva de la sociedad, muchas veces diferente de la que es mostrada por los medios de comunicación o, especialmente, por el discurso oficial.


La ficción puede ser un medio eficaz, en ocasiones el más apropiado, para producir una comprensión más cabal, aunque siempre incompleta, del pasado y del presente, frente a un relato que a veces escatima y a veces enmascara, como hemos visto en los textos referidos anteriormente, que nos enfrentan a personajes femeninos cuya condición de mujeres es la que las convierte en víctimas del maltrato y ensañamiento, la crueldad se ensaña en su cuerpo, sufren torturas, violaciones, un sadismo difícil de imaginar, pero legitimado por una historia de patriarcado.


La construcción de una cultura de justicia y democracia que conduce a la paz social es un proceso lento, supone un cambio de mentalidad individual y colectiva, y en este cambio la educación y la información tienen un papel importante, inciden en la construcción de los valores de los que serán futuros ciudadanos, permite una evolución del pensamiento colectivo, y la literatura ha demostrado ser un medio eficaz en esa construcción.


Creemos que la participación de esos personajes femeninos en un espacio tradicionalmente masculino como el de la novela negra, la recreación de su problemática pasada y presente, actúa como denuncia y favorece la difusión de valores democráticos y feministas, fomenta la sensibilización de los lectores que se acercan a estas novelas desde perspectivas conservadoras, fomenta el replanteo y la modificación de una ideología patriarcal impuesta al receptor desde lo más temprano de su educación, y transita, en definitiva, por el sendero de la construcción hacia una paz social duradera.


 

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