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María Adela Bonavita: entre luces y sombras

Actualizado: 18 ene 2019

Escritora, editora y correctora de estilo

Uruguay

Poesías (Asir, Montevideo, 1956)

La poeta María Adela Bonavita nació en San José, Uruguay, el 4 de noviembre de 1900.


«Dicen quienes la conocieron que su mirada era bellísima. Yo solo conozco la belleza de su poesía íntima y trascendente, de sus palabras insomnes y delicadas, entregadas al viento más intenso del espíritu».


Estas son las palabras que comparto en la solapa Música de otoño, un libro de Bonavita que publiqué, en el marco de mi investigación de poetas olvidados, un trabajo de largo aliento que mantengo vivo.


María Adela, en su corta vida, publicó un poemario titulado Conciencia del canto sufriente (Peña Hnos., Montevideo, 1928).


En el prólogo, dice Pedro Leandro Ipuche:


«La poesía de María Adela Bonavita atesora cierta dificultad hermética que en la poetisa es un caso bravamente ganado. ¡Corona del merecimiento! Viviendo su anillado anhelo metafísico, maneja símbolos trascendentes, visibles casi de designio; padece asaltos, desolaciones, contactos de asombro y de iluminación; impone pausas, audacias y ritornelos; mete su drama en la naturaleza y el lenguaje hasta donde alcanza… y al fin, su valentía se planta, erguida y jadeante, en la alucinación de los imanes de Dios».


Entre la inocencia infantil y la búsqueda mística, su poesía baila como las hojas de otoño impulsadas por el viento. De hecho, en ella aparecen reiteradamente árboles y danza. Hay un movimiento especial en sus palabras, que, por momentos, te atraviesan como dagas.


Anoche estuve en el cielo negro.

El que mira en la sombra

pudo verme

empapada de miedo.

(«Noche trágica»)


Pero, detrás, está la luz.


De pie en el horizonte,

invisible, divina, misteriosa

la dulce diosa extiende hacia la Tierra

sus manos de silencio.

Y con lento ademán

va recogiendo suave...

suavemente...

los siete velos de la luz.

La Tierra sufre y sonríe

cuando le arrancan el color.

(«La tarde»)


Y en ese viaje entre luz y sombra, la presencia de Dios.


Es en vano que me busque en la sombra.

No me encuentro.

No me entiendo en la sombra.

Mi mirada se desvía...

Se curva...

¡Se cierra en la rueda sombría de esta vida!

Y es toda mi verdad

un luminoso círculo nostálgico.

¡Dolida claridad que llora en el pecado!

Que me ahuyenta la noche sin que me sepa en ella.

Y en donde gira la palabra de Dios

sin hallar el oído.

(«El alma»)


Luego de su muerte, ocurrida el 9 de mayo de 1934, su hermano, Luis Pedro Bonavita, impulsó la publicación de Poesías (Asir, Montevideo, 1956), una recopilación de poemas de María Adela en la que ambos trabajaron arduamente.


En su prólogo, dice Luis Pedro:


«En cierta época en que vivíamos frente a una plaza de San José, reunía en uno de los bancos municipales a varios niños de los alrededores y les daba clase; gratuitamente, es natural.

María Adela no era católica. Era mística, creo.

Cierto día un salesiano viejo conversó con ella durante toda una tarde. Era hombre pleno de una bondadosa sabiduría. Mas no hubo conversión.

María Adela era modesta, pero no tímida. Jamás se le ocurrió buscar publicidad ni vinculaciones literarias, lo que no quiere decir que fuera huraña, ni mucho menos.

La enfermedad nunca llegó a postrarla ni a desesperarla, aunque tenía conciencia clara del mal irremediable.

En algunos momentos la invadía una profunda tristeza. Lloraba silenciosamente, pero en un estado de extraña tranquilidad. Nunca tuvo un acceso de terror.

La noche antes de morir, la enfermedad hizo crisis y parecía que la muerte sobrevendría enseguida. Reaccionó, sin embargo, y me llamó para dictarme la lista de los poemas que deseaba incluir en el libro a publicar algún día.

Estaba absolutamente tranquila.

Sobre el mediodía del 9 de mayo, se peinó por sí misma el cabello, y vistió una bata de lana. En el rostro no se le notaban los signos mortales de aquel momento.

Poco después se hacía presente una nueva crisis que la abatió.

Se fue apagando lentamente.

Murió a las cinco de la tarde».


Quiero cerrar esta nota con un fragmento de «La embriaguez del olvido», ese relato poético tan simbólico que muestra una concepción de la vida que, al final, se decanta por la luz, incluso cuando finge:


«La tierra tenía dos rieles luminosos para el tranvía lento que fingía llevarnos. Todos sentíamos que íbamos inmóviles y que la distancia no menguaba; pero sabíamos sonreír y engañarnos con toda seriedad, mirando atentamente —para descender donde queríamos— a través de la cómplice transparencia del vidrio. Y el tranvía fingía complacernos…»


 

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